número 21 | junio 2023
Críticas
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Late el corazón de un perro

Por Daniela Berlante (UNA/UBA)

 

Dramaturgia: Franco Verdoia

Actúan: Berenice Gandullo, Silvina Sabater, Gerardo Serre

Diseño de vestuario: Cecilia Allassia

Música: Ian Shifres

Diseño de Iluminación: Matías Sendon

Asistencia de dirección: Débora Torres

Producción general: Marina Kryzczuk

Diseño de escenografía: Alejandro Goldstein

Dirección: Franco Verdoia

 

¿Cómo hace el teatro para plasmar escénicamente las vicisitudes de una trayectoria vital sin que esta resolución sea confiada exclusivamente a las palabras? ¿Cómo se expone, en la duración efímera del hecho teatral, el paso del tiempo, la sucesión de las épocas y la concentración de los recuerdos?

Late el corazón de un perro, la pieza escrita y dirigida por Franco Verdoia que desde 2019 sigue cosechando el aplauso del público y la crítica, ofrece un dispositivo poderoso y elocuente –crédito de Alejandro Goldstein- que oficia de síntesis escénica de la vida en cuestión.

Antes de que los sucesos se desencadenen, el espectador va a encontrarse con una impactante torre de objetos multiformes, abigarrados y heterogéneos que en la contundencia del apilamiento operan como condensación y testimonio de un recorrido existencial y una morada.

Mabel es esa mujer inflexible que desde el interior de su casa de pueblo chico ha hecho de la acumulación compulsiva un estandarte y una forma privilegiada de ser en el mundo. Es en ese gesto que crea su territorialidad, su propio devenir objeto, su modo personalísimo de escaparle a la captura del sistema que la quiere o necesita domesticada, como a un animal. Claro que, en este caso, el corazón de Mabel (y del perro también, como ya se verá) – contra todo pronóstico- no dejará de latir, no cederá a las presiones de la normativa social.

No podrán con ella las amenazas de desalojo de la Municipalidad, ni el regreso repentino de su hija que partió hace años y sólo vuelve para intentar encauzar el riesgo de la situación.

El cuerpo de Mabel, en la figura de una magnífica Silvina Sabater que le imprime a su personaje grandeza y patetismo, humor y locura en dosis ajustadísimas, es en sí mismo un conjunto heterodoxo. Entre el rouge y las pantuflas, la bata y la bijouterie, el perfume y los cigarrillos prendidos con encendedor de cocina, es como pasa de espléndida a enajenada o de mendiga a reina de belleza.

La clave para atravesar la estrechez de la casa y la del mundo parece estar cifrada en la invención de su propia historia. Y es este el lazo que la une con el teatro, cuando se lo concibe en términos de una usina privilegiada para la generación de ficciones, aquellas que fueron capaces de llevarla hasta la China o la hicieron propietaria de esa casa que ya no le pertenece.

El vínculo madre-hija aparece fuertemente cuestionado. En ese sentido, el procedimiento del encuentro personal propio de la estética realista, en el que los personajes se dicen frente a frente las verdades nunca expresadas por crueles u oprobiosas, funciona en la puesta para dar curso al desencuentro y las carencias de esta relación. Ana, en una interpretación de Berenice Gandullo que se sostiene hábilmente entre la contención y el estallido, ha sido víctima de una maternidad cruel y, sin embargo, ha regresado para asistir a su madre, a pesar de todo. Parafraseando a Vivian Gornick, se trataría de apegos feroces.

Hernán, primer amor de Ana, en una composición muy precisa de Gerardo Serre, concentra en su personaje las vidas de aquellos que se quedaron, dejando traslucir –no sin dosis de ingenuidad y humor- el infierno grande de los pueblos chicos. Su rol de bombero cobra entidad, sobre todo porque el fuego es un elemento definitorio de la puesta. Como una suerte de prolongación del propio cuerpo, las llamas que enciende la protagonista todo a lo largo de la obra funcionan como cifra ígnea de una personalidad arrasadora, que puede destruir, pero también puede alumbrar, en este caso la esperanza del reencuentro con el amor de Capitán, su perro aparecido de entre los escombros.

En línea con el fuego, a modo de una instalación visual o una escultura viviente, la puesta aumenta plásticamente las valencias del espacio y construye en altura, por medio del emplazamiento de los objetos, un volcán latente en cuya cima irrumpe inextinguible, Mabel, dispuesta a todo.