número 16 | junio 2018
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Crónica del “Tarascones” uruguayo. La ferocidad tiene cara de verso.  

Alfredo Goldstein (Crítico y Director – Montevideo, Uruguay)

 

Tengo un eterno agradecimiento a los dramaturgos argentinos. Gracias a su generosidad, pude montar muchos de los espectáculos que a esta altura de la vida llevo dirigidos. Casual o no tan casualmente, mi primer trabajo como director fue la primera obra de Roberto Cossa que en los años 60 marcó un verdadero hito en la vecina orilla: “Nuestro fin de semana”. Era 1983 y la dictadura estaba en sus últimos tiempos, pero aún estaba aferrada al poder. Lo cierto es que a dos décadas de escrita, la obra, en su desilusión y en su falta de esperanza, reflejaba lo que pasaba de este lado del Plata, en el microcosmos de un grupo de amigos que se daban cuenta en ese fin de semana de que muchos de los lazos estaban resquebrajados.

Y después vinieron otras obras de Cossa, de Griselda Gambaro, de Jorge Goldenberg, Eduardo Pavlovsky, Carlos Somigliana, Mauricio Kartún, Javier Daulte, Lautaro Vilo y María Inés Falconi, entre otros. Autores de otros momentos, autores de hoy, autores vigentes. Y hace dos años, en unas vacaciones de julio que permiten el tránsito para seguir viendo teatro por aquellos lugares, mi amiga y periodista Ana Seoane me dijo: “Tenés que verla”. Recién se estrenaba en la sala chica del Cervantes y ya llenaba todas las funciones. Era nada más y nada menos que “Tarascones”.

Yo había visto alguna de las obras anteriores de Gonzalo Demaría, un hombre que ha buceado en estilos diferentes, que se ha aventurado en el musical, en el drama con tintes históricos, en búsquedas en las que se permitía enormes libertades en lo formal y en el contenido. Pero la sorpresa de “Tarascones” empezaba por su punto de partida: la reunión de cuatro amigas en una tarde de té. Para quienes rastreamos la cartelera de los últimos veinte años al menos, ese esquema parece tan repetido como previsible. “Brujas” o “Nosotras, que nos queremos tanto”, ambas estrenadas en las dos orillas, marcaron con su suceso una serie de encuentros femeninos como para servir en bandeja a grandes actrices, aunque las formulaciones dramatúrgicas no siempre fueran fermentales o creativas.

Pero Gonzalo se tomaba el asunto para volar. Para regodearse en esas mujeres sin concesiones. Para animarse al verso y juguetear con las métricas y las estructuras del Siglo de Oro español, en una combinación absolutamente original entre ese verso y el lenguaje más popular, desinhibido, incluso procaz. Y lograba de esa manera amalgamar una propuesta que se metía con el policial, que permitía llevar a esos personajes al límite de la caricatura, para completar una de las apuestas más descacharrantes que he visto. El mismo Gonzalo cuenta que todo partió de un fragmento del poema “Il giorno” del poeta italiano Giuseppe Parini, del siglo XVIII, hoy casi olvidado y uno de los únicos representantes de la lírica en un Iluminismo que buscaba apoyo más en la narrativa para difundir sus ideas. La lírica no cabía demasiado en un universo estricto de razón. Un pequeño episodio alrededor de un perro le dio pie para que se echara a andar la maquinaria de estas criaturas casi- o sin casi- infernales que se destrozan sin piedad, rapaces, con los valores en el subsuelo, representantes de una aristocracia rancia que vive al margen de la realidad y cuya conexión con el universo es a través de la sirvienta paraguaya de la dueña de casa, causante,  según el cuarteto, de un crimen atroz que debe vengarse: Boule de Neige, la perrita, ha sido aparentemente asesinada por la patada salvaje de esa paraguaya. Así es el comienzo, pero nada será tan sencillo…

Los que vieron la versión porteña, que todavía sigue en cartel tan campante a dos años de su estreno, pudieron disfrutarla como un gran espectáculo, con una dirección soberbia de Ciro Zorzoli- de quien supe ver otras labores inteligentes y audaces- y un cuarteto de actrices de primera línea, en un marco visual que mezclaba lo conservador con el mal gusto de manera precisa y que redondeaba su juego con un vestuario restallante y un maquillaje recargado y más que acorde en estilo.

Ese disfrute se completó días después con un mail de Ana que rezaba: “Un regalito”. Y me mandaba el texto de “Tarascones”, en la versión anterior al estreno, que posee una particular variación al final. Envié ese texto al director artístico de la Comedia Nacional uruguaya, Mario Ferreira, responsable de la única compañía oficial en el país, con más de setenta años de trayectoria y que posee muchos de los mejores actores del Uruguay. Yo había tenido el placer de trabajar con el equipo en dos oportunidades: “El descenso del Monte Morgan “  de Arthur Miller- que tiempo después se hizo en Buenos Aires- y “Roberto Zucco” de Bernard-Marie Koltès. Habían pasado algunos años desde aquellas experiencias. Pero a los pocos días de enviado el texto, con el aval de la Comisión Artística, Mario me llamó para dirigir el espectáculo. En el medio, la comunicación con Gonzalo, su gran bonhomía, la adjudicación de los derechos….y  la posibilidad de estrenarla al inicio de la temporada siguiente.

Tuve una suerte que no se da siempre. El sistema de la Comedia Nacional hace que los directores invitados nos pongamos de acuerdo con los elencos de los que podemos disponer, para que todos los espectáculos logren los mejores resultados posibles. Pero esta vez, dado que los demás espectáculos que se iban a estrenar en la misma franja estaban en sus primeras etapas de planificación, tuve la oportunidad de poder trabajar con las actrices en las cuales inicialmente pensé para “Tarascones”: Andrea Davidovics, Alejandra Wolff, Isabel Legarra y Claudia Rossi. Ya había trabajado con las cuatro; todas son en extremo talentosas, creativas y que contribuyen a un distendido clima de ensayos, punto fundamental para toda creación, pero en particular para una obra que está sostenida en esos cuatro pilares de actuación. Por más que el apoyo técnico luego será fundamental, acá se trataba de ensamblarnos en una química que permitiera forjar un estilo tan difícil como apasionante.

En primer lugar, había que lograr que el verso fluyera con la naturalidad requerida. No digo naturalismo porque la obra en ningún momento lo es. Pero la credibilidad parte del decir, hacer sentir al público en un momento que puede olvidarse de que está ante un espectáculo en versos rimados, pero que a la vez lo gracioso resida en esos mismos versos, en su musicalidad, en su vocabulario ecléctico, en sus intenciones siempre irónicas, siempre crueles, siempre rubicundas.

Después, había que otorgarle al espectáculo un estilo muy preciso, en un mecanismo de relojería en el cual no existiera ninguna falla y que fuera ejercido sin miedos, en un riesgo llevado al paroxismo, con criaturas ubicadas casi al borde del abismo, sin temor a ningún recurso que fuera efectivo para alcanzar ese cuadro de mujeres que se destrozan y se van descubriendo mutuamente de la manera más descarnada.

Un paréntesis. Es muy difícil montar un espectáculo después de haber visto una versión brillante poco tiempo antes. Es difícil olvidarse de lo visto y forjar una visión particular, distinta, sin traicionar el original, porque el modelo fue demasiado fuerte y quedó indudablemente en la retina y en la memoria. Me ha pasado de ver excelentes textos en versiones pobres en la vecina orilla y después haber quedado sumamente satisfecho con la versión personal, porque lo percibido había sido olvidable, por lo menos para mí. No era este el caso. La puesta del Cervantes era descollante y la lucha interna con ese modelo no fue una tarea sencilla. Pero creo que logramos desprendernos en más de un sentido. Como siempre decía Gonzalo en sus mensajes después de haber asistido al estreno: “Saludos a mis Gorgonas”, refiriéndose al cuarteto uruguayo.

Confieso que soy un director muy “marcador”, como se dice comúnmente. Trato siempre, en la medida de lo posible, de tener muy claro lo que quiero en el espectáculo y sé desde el primer ensayo, cuál va a ser la última imagen del mismo. Sé qué es lo que va a ver el público en el último minuto…Pero no sé cómo llegar a esa imagen. Ese trayecto es lo que me tiene en vilo hasta que logro redondear al menos el “dibujo” del espectáculo. Saber claramente el recorrido. Poder verlo desde afuera clara y críticamente. Y lograr que el elenco sepa adónde va, que la historia sea verosímil y que el  camino sea entendido como se debe. Cierto es que algunos actores me han  reclamado más libertad de la que les doy. De repente, mi propia inseguridad- rasgo inequívoco-me lleve a querer procurar la seguridad ante lo que busco. Ver ese trayecto que me llevará a esa imagen final. Y casi nunca esa imagen se ha modificado al terminar los ensayos. Para bien o para mal. En resultados positivos o en  otros, que por supuesto están y son necesarios. Pero ese afán en la marcación precisa debe estar conjugado con un clima de trabajo donde el humor o la distensión sean esenciales. Y para eso también creo profundamente en la comunión de la comida…Es muy frecuente que en mis ensayos se coma. Que se comparta. Que se pruebe. Y en “Tarascones”, además, se comía y se bebía mucho. Había que habituarse a diario. Y las actrices pudieron comprobarlo.

“Tarascones” se transformó para nosotros en una fiesta. Y para el público más aún. Las funciones en la sala Zavala Muniz del Teatro Solís, un espacio que genera intimidad y comunicación fluida con el espectador, por momentos parecían desarrollarse en un estadio. El aquelarre de risas era increíble y tal como en Argentina, las funciones se agotaron en la temporada acotada que tiene siempre la Comedia Nacional. Se agotaron a veces con dos semanas de anticipación, algo que no es común en estos parajes.

Nuestra “Tarascones” tenía esas “Gorgonas” que llevaban el conflicto, el decir y el movimiento a extremos insospechados. Muy al borde de lo inverosímil, pero sin llegar. Esta radicalización se prolongó en la escenografía, combinación de aristocracia y decadencia, en un vestuario de colores vivos y lleno de encajes, en un maquillaje cargado- se me vino a la memoria alguna escena de la película “Brazil” de Terry Gilliam, con esas ancianas plagadas de cirujías tomando el té con un biombo que les tapaba la presencia de revolucionarios- y una música que transitaba entre el policial, el tango y la impronta paraguaya. Ecléctica y fuera del realismo, pero que servía de apoyo a estas mujeres que rompían con frecuencia la cuarta pared y eran conscientes de los espectadores, en busca de cómplices o de solidaridad…

“Tarascones” fue una instancia de felicidad pura. De las actrices, de todo el equipo, del público. Creo que ellas la retomarían con sumo placer en cualquier momento. Porque raramente se da esa llegada que permite que el teatro sea una verdadera fiesta. De risas y de aplausos. No trasladé la acción a Montevideo. No era necesario. Más allá de alguna alusión puntual, el texto de Gonzalo era absolutamente identificable con nuestra realidad, por más que la aristocracia uruguaya no sea tan rancia ni tan visible y que la presencia de las empleadas domésticas paraguayas no tenga el mismo peso por acá. Pero una simple traslación racional muestra también la injusticia hacia empleadas bolivianas, peruanas o del mal llamado Interior en la autosuficiente Montevideo.

Tres premios de la crítica especializada coronaron esta comedia descacharrante, que permite al director y a las actrices un espacio incomparable para el juego,  para los enfrentamientos en el límite del delirio, para la creación de tipos humanos que tienen mucho de bestiales, para retratar, en definitiva, un universo que muestra en estos tiempos del siglo XXI, los vicios y los defectos que grandes como Molière, Goldoni o Wilde supieron concretar con fiereza similar. Gonzalo Demaría se nutrió de todos esos grandes y supo crear un mundo singular, propio y de sorprendente vigencia. Volver a hacer popular el verso, como en el Siglo de Oro, como en el sainete, como en Lorca. Y combinarlo con una pintura de caracteres que demuestra que la rapacidad sigue haciendo al mundo andar. En ambos lados del charco y mucho más allá.