número 18 | julio 2019
Artículos
A A

Reescribir la llanura: análisis de La madre del desierto de Ignacio Bartolone

Clara Mari (UBA / UNA)

 

RESUMEN

La madre del desierto, escrita y dirigida por Ignacio Bartolone, retoma desde el teatro postulados clásicos de la literatura argentina para revertirlos, modificarlos y volver a atravesarlos de una manera alternativa. Nos centramos en la revisión del desierto como un espacio que conduce a la postulación de nuevos enunciadores y que, como consecuencia, abre una perspectiva desde la cual releer la historia y la literatura precursora. El recorrido que propone Fermín Rodríguez en Un desierto para la nación. La escritura de un vacío (2010) fue necesario para establecer la construcción literaria de la llanura argentina, y el concepto de literatura menor (1978) acuñado por Deleuze y Guattari aportó una base teórica para desarrollar el tipo de elección política que presenta la obra.

 

PALABRAS CLAVE

Teatro - Intertextualidad - Desierto – Enunciadores

 

SUMMARY

The mother of the desert, written and directed by Ignacio Bartolone, takes from the theater classical postulates of Argentine literature to revert them, modify them and cross them again in an alternative way. We focus on the review of the desert as a space that leads to the nomination of new enunciators and, as a consequence, opens a perspective from which to reread history and precursor literature. The route proposed by Fermín Rodríguez in A Desert for the Nation. The writing of a vacuum (2010) was necessary to establish the literary construction of the Argentine plain, and the concept of minor literature (1978) coined by Deleuze and Guattari provided a theoretical basis for developing the type of political choice presented by the work.

 

KEYWORDS

Theater - Intertextuality - Desert - Enunciators

 

Escribir el desierto fue borrar del paisaje

las huellas de los cuerpos fugitivos de la llanura.

Fermín A. Rodríguez. Un desierto para la nación

 

Introducción

La madre del desierto, en tanto texto dramático, es la última obra de las tres que componen La espada de pasto, escritas por Ignacio Bartolone y editadas por Rara Avis en 2017. La trilogía recorre personajes, espacios y tópicos literarios locales -indios, gauchos, los propios escritores, el desierto, el viaje, por mencionar algunos- y los trastoca, los moldea y los vuelve a escribir desde una nueva perspectiva.

Nos detendremos en cómo La madre del desierto actualiza discusiones fundantes dentro de la literatura nacional; sobre todo, en relación al espacio y a los sujetos de la enunciación, en quiénes tienen la palabra, y -como consecuencia- en el foco desde donde se percibe. Bartolone elige decir con voces antes enmudecidas, reterritorializar la lengua y, de esa forma, habilitar una nueva manera de entender la historia y la literatura; o la historia a través de la literatura o, también y al mismo tiempo, la literatura a través del teatro. 

El recorrido teórico que establece Fermín Rodríguez en Un desierto para la nación fue fundamental para el acercamiento al espacio, para revisar la construcción literaria de la llanura y la estepa nacional. El concepto de literatura menor, que Deleuze y Guattari acuñan para interpretar los textos de Kafka, resultó pertinente para desarrollar el carácter político de las elecciones al interior del texto dramático, decisiones que se vieron intensificadas dentro de las puestas en escena que se llevaron a cabo en el Teatro Nacional Cervantes durante 2017 y 2019.  

Leer lo político ahí donde no había estado antes no es solo una provocación al pasado; es también un modo de concebir lo político de otra manera. La madre del desierto postula una forma de política que empieza en la elección de sus protagonistas, de aquellos a los que se les da la voz, y que puede ser entendida como un posicionamiento para subvertir sentidos hegemónicos y representaciones instaladas. Lo político está entonces -además y más allá de en el contenido- en la decisión de ocupar y mostrar esos lugares menores, de establecer una resistencia desde la toma de la palabra. La construcción de una  obra que asume la contracara (el mito, la mujer, el niño) quiebra la perspectiva unilateral y nos permite volver a leer la ficción nacional desde un eje de coordenadas alternativo.

 

El espacio, un desierto que no es tal

Cuando Fermín Rodríguez en su estudio ya citado sobre el desierto argentino retoma el origen ficcional de este espacio, comienza con los escritos de Alexander von Humboldt, quien viajó a principios del siglo XIX y dio el puntapié inicial a la representación del lugar en Aspects of nature (traducidos como Cuadros de la naturaleza), que publicó en 1808:

“El ensayo de Humboldt tiene el estatuto de un acontecimiento cuasi poético, en el sentido de que por el acto de nombrar, extrajo de la materia indiferenciada de lo visible algo que no contaba para la imaginación científica y geográfica de la época” (Rodríguez, 2010, 47).

“Por el acto de nombrar”, señala Rodríguez para significar cómo el espacio en blanco, el lugar abierto, antes virgen de representaciones, comienza -como consecuencia de una mirada nueva y distante- a establecerse como un territorio-objeto; recibe por primera vez sobre sí la impresión de palabras, conceptos. En otros términos, se construye también de manera abstracta.

En El escritor argentino y la tradición, Borges afirma que el hecho de que en el Corán no haya camellos lo hace un texto más árabe, puesto que resulta verosímil que uno no describa aquello a lo que está acostumbrado[1]. De manera indirecta, su afirmación también señala la necesidad de que exista una distancia para construir el objeto de la representación. Dentro de la literatura nacional, para que la extensión de tierra ingresara a la imaginería local mediaron ojos foráneos que interpretaron como “desierto” algo que en sí mismo no lo era: la llanura pampeana.

Luego, a su vez, será ese mal llamado desierto la escenografía de nuestra primera literatura nacional canónica: La cautiva de Echeverría, Facundo o Civilización y barbarie de Sarmiento, Una excursión a los indios ranqueles de Mansilla y Martín Fierro de Hernández se erigen como los cuatro pilares entre los que es posible arribar -desde cuatro perspectivas discrepantes- a la construcción fundacional decimonónica de este espacio. La literatura de Bartolone recorre las cuatro líneas, pero en La madre del desierto el énfasis está puesto en los postulados sarmientinos, sobre todo, para erigir una posición contrapuesta.

 

Primero escribir, después conocer

César Aira en Copi señala que “en toda descripción hay implícito un relato: el del viaje que debió hacer el autor para encontrarse frente al objeto que describe” (Aira, 2003, 22). Este relato de viaje en relación al “desierto argentino” no fue un recorrido físico en sus inicios; ni Humboldt ni Sarmiento habían conocido los parajes descriptos en sus obras antes de referirse a ellos. Ignacio Bartolone retoma esta tradición: más allá de su experiencia, el desierto que le interesa, el que reanuda para volver a fundar, es el desierto que se estableció desde la literatura, el desierto ficcional. El viaje -para volver a la cita de Aira- que debió hacer el autor para encontrarse frente al objeto que describe es el de un lector, un interpretador poco ingenuo que elige contemplar desde otra perspectiva. La madre del desierto es una obra que vuelve a la literatura para ubicarse en una esquina distinta a la canónica.

Tanto en el texto dramático como en la puesta, el espacio es un enemigo: una extensión que Deolinda Correa y Bebo Puraleche -representados por  Alejandra Flechner y Santiago Gobernori, respectivamente- tienen que atravesar y que no provee los recursos necesarios para hacerlo. Al igual que en el mito de la difunta Correa que contiene la fábula de origen, la falta de agua es el adversario imposible de combatir; el desierto es en la pieza un oponente invencible porque no brinda los medios para asegurar la subsistencia. Sin embargo, el énfasis está puesto en los hechos previos por los cuales los protagonistas tienen que enfrentarse a esta geografía, sucesos políticos que los confrontan a esta tarea inviable: la obligación que le recae al marido de Deolinda de abandonar a su pareja y a su hijo para unirse a las montoneras, para ser cuerpo al servicio de la patria.

La ubicación espacial es explícita: se trata del inicio del desierto de Vallecito de San Juan, un “paisaje ocre, amarillado y extendido a lo lejos” (116). Es la imagen convencional del desierto, pero también es la consecuencia de una período joven en cuanto a políticas del territorio, un momento -como señala la didascalia inicial- de “desorganización nacional”. Espacio en blanco donde todo está por hacerse y donde, en cambio, lo que se hizo fue matar para después distribuir entre unos pocos.

Uno de los epígrafes de la obra es una cita de Néstor Perlongher, un fragmento de su poema Cadáveres escrito en 1981, que indica una primera línea de lectura respecto al espacio: “Bajo las matas / en los pajonales / sobre los puentes / en los canales / hay cadáveres”. Luego, dos réplicas de Bebo Puraleche completan la denuncia y la posición de la obra al respecto:

a. Bebo Puraleche: Seguimos buscando los huesos de mi papá para separarlos de los huesos de otros papás. Pero en el desierto todo se parece. Así que... ¡Metele, mamita, metele! (124)

b. Bebo Puraleche: Con permisito, necesito esto para solidificar, es que voy a matar, alambrar, mapear, topografiar, poblar, distribuir, lotear, privatizar y coimear para una patria crear (131).

Lo que en la obra se acentúa en relación al espacio es una acusación: la dificultad de organizar atribuída al tamaño aparece parodiada y se recalcan las malas políticas que tuvieron como consecuencia una distribución poco equitativa en pos del mal de muchos. En otros términos: el problema del espacio no está en sus dimensiones -como afirmaba Sarmiento- sino en las determinaciones que fueron tomadas al respecto. La línea de denuncia no se aloja en un único momento de la historia nacional, sino que la atraviesa por entero y la hace llegar hasta el presente.

En el texto dramático, la réplica citada de Bebo Puraleche en el apartado a) genera un vínculo con el epígrafe de Perlongher en torno a los desaparecidos de la última dictadura militar, entre los que se suman los caídos en Malvinas y todas las víctimas de los poderes de turno a lo largo de la historia argentina. Por otro lado, el texto citado b) amplía la denuncia al modo en que históricamente se pretendió construir la patria: el final de la enumeración “lotear, privatizar y coimear” sigue siendo válido como incriminación en la actualidad[2].

Si las resoluciones históricamente fueron tomadas por los “hombres de la patria”, el modo de crear una contracara literaria y un punto de vista en oposición será en La madre del desierto asumir el lugar contrapuesto: frente al líder masculino, la presencia de una madre lactante y su hijo; frente a la Historia con mayúscula y a la literatura canónica del siglo XIX, la validación del mito, de la oralidad, de las historias populares que se cuentan entre los habitantes y se continúan en las rutas, en altares paganos que reconocen a sus propios héroes, los que encarnan valores que el pueblo celebra. La puesta en escena refuerza este pronunciamiento a favor del mito, en la escenografía a cargo de Endi Ruiz, a través de cintas rojas que cuelgan del único árbol que irrumpe la llanura y que evocan al gauchito Gil, el compañero de la Difunta Correa en los caminos y en la memoria colectiva de los habitantes argentinos. 

Más allá del desierto como territorio físico, como señala Mariano Tenconi Blanco en su prólogo a La espada de pasto, el espacio que construyen las obras de Bartolone está también ubicado dentro del terreno de lo ficcional:

“El espacio de las obras de Bartolone es la literatura, porque su afán consiste en resituar las discusiones, y resituar también al teatro, finalmente, en la mesa grande (y chica) de la literatura argentina” (Tenconi Blanco, 2017, XI).

En los apartados sucesivos pondremos el foco en las revisiones que realiza La madre del desierto en tanto ficción que retoma otras ficciones, sus precursoras, para crear su propia posición y de este modo establecer una línea a través de la cual el resto de las obras pueda volver a ser leído.

 

Desde dónde: perspectivas y enunciadores

Gilles Deleuze y Félix Guattari acuñaron en 1975 el término literatura menor para referirse y caracterizar en particular las obras de Franz Kafka y, de manera más amplia, aquella literatura que una minoría lleva a cabo dentro de una lengua mayor. La intención de retomar algunos conceptos que ambos proponen no tiene por fin la transposición exacta de una teoría tan distante, sino el desarrollo de nociones que ocupan un lugar central en las obras de Bartolone que integran La espada de pasto; a saber: la desterritorialización de la lengua y su inminente sentido político. En palabras de los autores:

“(…) ‘menor’ no califica ya a ciertas literaturas, sino las condiciones revolucionarias de cualquier literatura en el seno de la llamada mayor (o establecida). (…) Escribir como un perro que escarba su hoyo, una rata que hace su madriguera. Para eso: encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su propio desierto” (Deleuze y Guattari, 1978, 31).

Más allá de las metáforas –casualmente acordes a los terrenos que abre la literatura de Bartolone-, La madre del desierto persigue y alcanza un uso de la lengua particular que, con sus formas y sus rupturas, se ubica en la vereda contraria a la establecida por los textos canónicos de la literatura argentina decimonónica. No hay en este caso un “tercer mundo” que encontrar, puesto que está ahí desde el origen, pero sí una nueva representación que construir sobre el desierto argentino a partir de la creación de voces que lo vuelvan a nombrar y, en ese sentido, lo refundan; esta vez con una lengua literaria ajena a la de los círculos de poder.

El gesto de repartir las voces entre los grupos que antes parecían enmudecidos se hace carne en la boca de Deolinda Correa -conocida desde su versión mítica como La difunta Correa, una mujer que pretende atravesar un territorio hostil con un hijo a cuestas- y se vuelve parodia en las reflexiones teóricas sobre sus propias etapas madurativas en el personaje aún lactante de Bebo Puraleche. Una mujer, que se ve obligada a hacerse cargo sola de su bebé, y el propio niño serán los portadores de la palabra en el escenario que plantea Bartolone.

A la pregunta que realizan Deleuze y Guattari sobre cómo arrancar de nuestra propia lengua una literatura menor, capaz de minar el lenguaje y de hacerlo huir por una línea revolucionaria sobria, La madre del desierto contesta otorgándole voz a los que no la tuvieron antes, incluso hasta el paroxismo, hasta cuando eso no es posible. El giro en el uso del lenguaje y la desterritorialización de la lengua presente en las obras que fundaron nuestra literatura nacional son explícitos y se multiplican en una insistencia que exacerba la posición y avanza en su radicalidad:

Deolinda Correa entre sueños, dice: ¡Sombra… terrible! ¡Voy a evocarte! Para que… expliques! ¡El polvo bloh blo bloh! ¡Las cenizas blah blah blah! ¡Las entrañas bleh bleh bleh! (119)

Si Sarmiento en una carta a Bartolomé Mitre fechada el 20 de septiembre de 1861 caracteriza a los gauchos como una “chusma de haraganes” en una postura similar a la que refleja en sus escritos literarios, La madre del desierto asume y contesta con la voz de esos mismos injuriados para demostrar quiénes fueron los verdaderos perjudicados por el poder y, en consecuencia, cómo es necesario modificar e invertir las representaciones que aquella literatura legó. El inicio de Facundo o Civilización y barbarie -esa evocación a Facundo Quiroga cuan musa de poema épico- no solo es parodiado sino que encuentra su desintegración hasta convertirse en su propia onomatopeya. Bloh, Blah y Bleh son los sonidos que muestran el revés y que se reiteran hasta llegar al borde:

Deolinda Correa: Sombra… terrible, de caudillo patilludo, cuando te agarre te voy a meter la ley de leva en el culo! BLAH BLAH BLAH, BLOH, BLOH, BLOH, BLEH, BLEH, BLEH (129).

Asimismo, la obra resalta el sinsentido de la posición de Sarmiento en torno a la valoración de lo extranjero –sobre todo, de lo norteamericano o europeo- como superior, postura que dejó asentada en el prólogo a Facundo cuando detalla las condiciones en las que le tocó escribirlo. Desde el exilio en Chile, perseguido por el gobierno de Rosas,  Sarmiento narra una anécdota que revela su perspectiva en torno a lo extranjero –y, a su vez, en relación a lo local-: al pasar por los Baños del Zonda, en su provincia natal de San Juan, escribe con carbón en francés: On ne tue point les ideés, frase que traduce en el mismo apartado como “Las ideas no se matan” (Sarmiento, 2008, 9).

La escena de enunciación descrita da cuenta al mismo tiempo de la precariedad, por un lado, y de la distancia entre los sucesos narrados en sí y las representaciones del propio Sarmiento –como personaje asentado en lo textual-: un sanjuanino camino a Chile escribe con carbón una frase en francés y acusa a los hombres hispanohablantes que lo acompañaban de “bárbaros” por no saber interpretarla[3]. Bartolone señala el absurdo y las contradicciones en una escena dentro de la escena que retomaremos más adelante:

Bebo Puraleche/Facundo Quiroga: Pero qué forma rara tiene usted de hablar, Boludapio, exótica, ¿es francés usted?

Deolinda Correa/Baudilio Bustos: No, sanjuani…

Bebo Puraleche/Facundo Quiroga interrumpe: Es una chanza, hombre, ríase.

(137).

Desde el humor, refunda el lenguaje y reterritorializa sobre otro eje: el del reconocimiento y la exaltación de eso que para Sarmiento era solo subdesarrollo. Lo que en Deleuze y Guattari aparece como metáfora, en la obra de Bartolone se vuelve literal: la lengua es llevada progresivamente al desierto. La sintaxis y el léxico se ponen al servicio de los acallados por la literatura decimonónica como forma de recomponer y de reinterpretar la historia nacional en general y, sobre todo, la historia de la literatura. El quiebre de las formas lingüísticas establecidas está en pos de volver a construir el contenido; se elige el lugar menor como un bastión desde el cual el pasado puede volver a ser contado.

Si para Sarmiento sus personajes eran quienes respondían a la ley masculina, a la hombría, al hombre que era líder entre los suyos -Facundo Quiroga y, por detrás, Juan Manuel de Rosas-; por el contrario, el ámbito de Bartolone en La madre del desierto es el de quienes padecen esa ley. Deolinda Correa y Bebo Puraleche deciden enfrentarse al desierto porque Facundo Quiroga ha reclutado a su esposo y padre y piensan encontrarse con él en Chile para ir en busca de una cotidianeidad más amable. El padecimiento, sin embargo, no implica una victimización: son personajes fuertes que han sido perjudicados.

En el cuadro 6, bajo el nombre “La parodia de la historia”, una representación que realizan los propios protagonistas refleja, desde una ficción adentro de la ficción, la inversión de roles: Deolinda muta a Baudilio Bustos, su esposo, y Bebo Puraleche toma el cuerpo de Facundo Quiroga. Esta escena delirante con vilos de ensoñación altera el orden entre sometidos y poderosos, y atraviesa el binarismo para hacerlo estallar. Dentro de la representación enmarcada, Bebo Puraleche bajo el papel de Facundo Quiroga quiebra la dicotomía entre Unitarios y Federales al reconocerse Unitario para después fantasear con un cambio de género:

“Bebo Puraleche/Facundo Quiroga: (...) Sí, a la historia de este país la voy a cambiar yo, dentro de muy poco, porque primero me tengo que cambiar a mí. Yo voy a unir a esta nación agrietada, con retoques, acá, acá y acá. Pera, nariz, frente, pómulos, todo nuevo. Un cuerpo fulguroso de belleza y barbarie para administrar la justicia y la violencia de este país inminente. Y por último, como estocada final: tetas. Un buen par de tetas que aglutinen el deseo nacional” (142).

La elección es hacia la transformación radical, incluso hasta la parodia. Transformar la ley masculina en femenina, elegir el lugar menor, Bebo Puraleche/Facundo Quiroga vuelto mujer para crear, dentro del delirio ficcional, una matria, una historia que se cuenta desde una perspectiva antes denostada o dejada de lado por las representaciones literarias e históricas.

 

Los precursores que sí

Establecer esa posición es también construir la propia línea de precursores dentro de la literatura nacional, no ya como contraposición sino desde lo identitario. Sarmiento es negado y parodiado, y con él, buena parte de la literatura decimonónica; pero del otro lado aparecen voces que también tuvieron lugar dentro de la esfera literaria y que sí son reconocidas.

Como mencionamos anteriormente, y solo en alusión a las intertextualidades explícitas, Néstor Perlongher encabeza la lista desde el epígrafe; su uso del lenguaje autodefinido como “barroco de trinchera” tiene sus ecos en las experimentaciones de Bartolone. Ricardo Zelarayán se hace presente desde el uso corrosivo de la lengua; además, el título de la segunda obra de la trilogía, La piel del poema, alude como homenaje a La piel de caballo, la novela que Zelarayán escribe en 1975 y que pone en el centro el lenguaje como espacio en disputa. Sara Gallardo -sobre todo su búsqueda en Eisejuaz- también resuena y la intertextualidad se explicita en el nombre de la madre de la protagonista: Sara Olga Liliana Gallardo. En la denominación suma el nombre de pila de la poeta Olga Orozco y, a su vez, incluye “Liliana”, el nombre de la propia madre de Ignacio Bartolone, en un guiño autorreferencial que en esta obra cierra el homenaje a la figura materna.

En la revisión, que tiene como eje el juego con el lenguaje, surge asimismo el trasfondo oral que en nuestra literatura nacional nace con la gauchesca. En la puesta en escena, los músicos que se asimilan con el paisaje,  Victoria Barca y Franco Calluso, marcan el tempo y acompañan en ocasiones el ritmo de las réplicas de los protagonistas. La construcción de la voz tiene un sentido múltiple: un registro artificial que, por un lado, caracteriza el posicionamiento -hablar de una forma nueva, inventada, indica también la elección de una perspectiva- y, por otro, una oposición al discurso intelectual, urbano, antes ligado a la “civilización”. Si en la literatura del siglo XIX la oposición al género gauchesco -que le daba la voz al gaucho- está en el narrador letrado de Facundo, Bartolone vuelve a elegir la oralidad y refuerza el gesto con una exacerbación en la forma y un cambio en quiénes asumen la palabra[4].

 

Conclusión

Ignacio Bartolone en La madre del desierto retoma el espacio por excelencia de la primera literatura nacional argentina para recodificarlo: si -como señala Fermín Rodríguez en el epígrafe seleccionado- “escribir el desierto fue borrar del paisaje las huellas de los cuerpos fugitivos de la llanura”, la obra vuelve sobre esos cuerpos antes borrados en un acto de reconocimiento. Aparecen entonces, en primer lugar, los enunciados de la mujer y del niño, ambos configurados en una forma lingüística que asume en sí la ruptura.

La ida de Martín Fierro mostró los perjuicios de la mujer y de los hijos debido a la ausencia del padre obligado a brindar su cuerpo como arma de lucha. Bartolone retoma esa tradición, pero en un gesto más radical: los elige como protagonistas, les da la voz, los hace mutar en una escena dentro de la escena y ser “los otros” -el caudillo y el padre- para a su vez travestir a esos hombres. El mito y lo femenino -frente a la Historia letrada y la masculinidad- se vuelven en la obra trincheras desde donde es posible revisar la literatura nacional.

Queda para un próximo trabajo el análisis del hincapié que la puesta en escena realiza sobre tales ejes a través del cuerpo de los actores y su vínculo, la escenografía que retoma la esfera del mito, los objetos teatrales y las proyecciones que sobre el fondo actualizan las denuncias y muestran el sentido que continúan teniendo en la actualidad.

 

BIBLIOGRAFÌA

Aira, C. (2003). Copi. Rosario: Beatriz Viterbo Editora.

Bartolone, I. (2017). La espada de pasto. Buenos Aires, Rara Avis.

Borges, J. L. (1974). “El escritor argentino y la tradición” en Obras completas. Buenos Aires: Emecé.

Deleuze, G. y Guattari, F. (1978). Por una literatura menor. Ciudad de México: Era.

Ludmer, J. (2012). El género gauchesco. Un tratado sobre la patria. Buenos Aires: Eterna Cadencia Editora.

Rodríguez, F. (2010). Un desierto para la nación. La escritura del vacío. Buenos Aires: Eterna Cadencia Editora.

Sarmiento, D. F. (2008). Facundo. Buenos Aires: Centro Editor de Cultura.

Tenconi Blanco, M. (2017). “La obsesión del espacio” prólogo a La espada de pasto. Buenos Aires: Rara Avis.

 

NOTAS

[1] "He encontrado días pasados una curiosa confirmación de que lo verdaderamente nativo suele y puede prescindir del color local; encontré esta confirmación en la Historia de la declinación y caída del Imperio Romano de Gibbon. Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán, bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos; en cambio, un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo: sabía que podía ser árabe sin camellos” (Borges, 1974, 270).

[2] Dentro de la puesta en escena, la actualización se hace presente en las proyecciones a cargo de Leo Balistrieri: sobre el cielo del desierto, de día el sol presenta las caras de Domingo Faustino Sarmiento y de Alberto Nisman; después, cuando cae la noche, la luna se transforma en Jorge Asís y cierra con un guiño de Antonio Cafiero.

[3] El hecho narrado resulta aún más incoherente si tenemos en cuenta que en el apartado paratextual previo, bajo el subtítulo de “Advertencias del autor”, Sarmiento cuenta que ha recibido rectificaciones a varios hechos referidos en su obra. Adolfo Alsina, Juan Bautista Alberdi y Bartolomé Mitre son algunos de los que por correspondencia le señalan los errores y las incongruencias que presenta Facundo, “inexactitudes” que Sarmiento justifica por haber escrito “lejos del teatro de los acontecimientos” (Sarmiento, 2005, 7).

[4] Como señala Josefina Ludmer en El género gauchesco, un tratado sobre la patria: “Sarmiento habla del género [gauchesco] de un modo en el que el género no podría cuando emerge porque debería haber sido escrito precisamente con la voz de Facundo, y no por la palabra de Sarmiento. (...) Para Sarmiento el “alma” de Facundo es una sombra terrible, un enigma, porque le ha quitado la voz” (Ludmer, 2012, 30).